La Serpiente de Fuego 2


Son las 2 de la tarde y el río de metal en que se convierte Gonzalitos a esta hora, fluye lastimosamente. De hecho, si llegas a cerrar los ojos, la combinación de los ruidos de motores y los llantos de los niños recién salidos de la escuela, bien pudieran sonar al rugido colérico de las aguas bajando por un rápido. Al volante, madres exasperadas tocan el claxon, deseando que sus autos pudieran volaran por sobre las carcachas de los hombres de oficina que constantemente miran sus relojes, pensando que la hora de comida está por concluir. De entre las incontables víctimas de semejante tráfico, 500 metros adelante se mueve un tráiler con rollos de acero.

Nervioso, el chofer no toma en cuenta las incontables mentadas de madre que le llueven, después de todo, se supone que ha esta hora no debería estar circulando. No señor, lo que a él le preocupa son las dos camionetas negras que circulan a su lado y cuyos ocupantes llevan veinticinco minutos observándolo.

-¡Chingas a tu madre cabrón-, exclama cuando ve que al detenerse los vehículos en el siguiente crucero, de los vehículos negros bajan cinco hombres armados con "cuernos de chivo". Mientras uno de ellos le apunta al frente, una mano rematada con esclava de oro se apoya por sobre su ventana abierta, -¡bájate pinche chango, bájate si no quieres que te cargue la chingada!-, si bien el asustado chofer entreabre la puerta, el sicario la jala hacia afuera, cayendo estrepitosamente con la cara por delante. Puede ver su propia sangre, y ruega a Dios que sea la única que vea en lo que resta del día.

-¡Ven acá puto, ven acá!- vocifera el segundo sicario mientras lo jala de su roída camiseta de los Tigres. Alrededor, la gente comienza a preguntarse el porqué no se mueven los vehículos aún y cuando el semáforo tiene varios segundos en verde, los cláxones suenan y su frecuencia se incrementa al mismo ritmo que la adrenalina en los cuerpos de los matones. –¡Gato, gato, tenemos la piedra!-, -¡ok, ok, ponla en el camino, cambio!-. Dicho esto, y sin importarles los gritos de la gente, mueven la pesada unidad hasta que la enorme cama que arrastra, bloquea completamente la avenida. Varios de los transeúntes corren a refugiarse, -¡otro narcobloqueo!- piensan.

La excitación quema la sangre de los “betas” que ahora ven como la gente sale de sus autos para refugiarse en los edificios aledaños, mujeres corriendo con niños en brazos y viejos moviéndose más rápido de lo que nunca imaginaron. Con la vista a través de las mirillas de los rifles de asalto, de pronto se dan cuenta de la cercanía de ese sonido angustiante de las sirenas.

-¡¡Puta madre Coyote!!, ¿qué hacen estos cabrones aquí?-, -No lo se Capi, pero ya valió madres, ¡estos no son de la nómina!-. Estruendos y detonaciones de combate; los cuernos de chivo y los R-15 son ahora los que hablan, con ese acompasado ritmo de explosiones, que cuando las escuchas, pocas veces imaginas como un sonido tan suave y sordo, pueda llevar el mensaje más mortal de la muerte.

-¡Vámonos, vámonos!-, todos los hombres cruzan el camellón central y arremeten contra los pocos vehículos que aún no se han movido del lugar. Hacen disparos contra los policías y otros más al aire, para obligar a los civiles a salir de sus vehículos. El último de ellos se ha tardado un poco, cubriendo la retaguardia, es alto y fornido, con el típico aíre de narco de Chihuahua. Mira sobre su hombro y se angustia al ver como los demás abordan los autos que han tomado y en su desesperación, avanza hacia su izquierda con la firme intención de posar su mano sobre una niña de 10 años cuya madre la rodea con sus brazos. – ¡No, no; déjela!- grita el que parece ser su abuelo, quien en un desesperado intento, trata de interponer su cuerpo. Segundos después, un calosfrío recorre su abdomen mientras la vida lo abandona.

Ese ha sido el punto de quiebre, ahora la intermitencia de los disparos incluye a los inocentes que se cubren la cabeza en su intento de huida. El terror reina hasta en los policías que ahora tienen que cuidar hacia donde disparan. El último “beta” carga la niña por la cintura y se dirige hacia uno de los vehículos tomados, nadie se atreve a neutralizarlo.

Toda la incredulidad y el miedo que se mezclan en menos de un área 100 m2, se tornan de repente en asombro. Del techo del edificio de la Pulga Mitras, se ha descolgado una estela de fuego, agitándose como la cauda de uno de esos dragones de papel con los que alguna vez jugamos de niños, y como tal, en un santiamén se posa en el asfalto bloqueando el paso a los narcoterroristas.

Los disparos cesan por un interminable instante, y en su lugar, cientos de miradas se posan sobre el ser, que sin ropas, parece cubierto de una corteza negra y flexible. Sólo la piel gris y las facciones de su rostro entornado por unos ojos rojos, recuerdan algo de humanidad en su apariencia. Humanidad que se desvanece cuando un vientecillo descorre el cabello blanco hasta sus hombros cubiertos de estrías también en escarlata.

-¡Chinguen esa pinche cosa, cabrones!-. Cien disparos se escuchan, y cien balas que jamás llegan a su destino; sólo se desintegran a pocos centímetros de aquel cuerpo, y sus restos recuerdan el polvo que se mece por entre los rayos del sol que se filtra cada día por nuestras ventanas.

Ahora es Él el que actúa a velocidad endemoniada. Sin tocar siquiera los vehículos, tres capotes salen volando y ante tal desesperación, el Gato es incapaz de saber qué es lo que está pasando. Golpes de mano y ademanes que recuerdan a un director de orquesta, es lo único que necesita para neutralizarlos mientras los gritos de dolor de los “betas” se confunden con los de asombro de los testigos.

Cuando el último de ellos queda de pie junto a su preciosa rehén, el ser muestra toda la furia en su rostro de piedra, y posa sus ojos humeantes sobre el arma que aun sostiene el hampón, inmediatamente la deja caer al mismo tiempo que, deseosa no ser notada, la madre estira el brazo de la niña que sin ninguna resistencia se aleja con ella. El “monstruo”, palabra que ahora se pasea en la mente de todos los presentes, dirige su mirada sobre ellas y le regala una leve sonrisa a la pequeña.

El terror paraliza y a su vez independiza el cuerpo; al menos sería la única explicación al hilo de humedad que recorre el pantalón del narco, mientras le inspeccionan el rostro. Y cuando toma su quijada con aquella enorme mano, el llanto y las súplicas lo invaden. Sólo los familiares de las víctimas que asisten a las ejecuciones de los condenados a muerte, podrían reconocer las emociones en la cara de la gente. Para su alivio o desilusión, lo que a continuación ocurre no es nada de lo que esperaban, el ser ha posado su otra mano sobre la frente de aquel hombre y mientras de su boca extrañas palabras brotan, una luz parece fundir la palma de su mano con el rostro de aquel pobre diablo.

Por un instante el tiempo se vuelve a congelar mientras parece entrar en éxtasis y solo el cortar de más cartuchos y los gritos de la policía le sacan de aquel estado. Lentamente suelta el cuerpo inconsciente de aquel hombre y justo después de una inspiración profunda, de las grietas rojas en sus pecho y hombros lenguas de fuego lo impulsan hacia el cielo en una hermosa cauda.

Cientos de ojos siguen su camino y entre todos ellos, un niña vuelta a nacer, dulcemente dice a su madre –Parece una serpiente, -¿no lo crees mami?-.

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