Éxtasis

|


El correr de luces multicolores en el parabrisas me relaja. Llevamos 20 minutos circulando por las avenidas de Las Vegas y los recuerdos me inundan en un tsunami de imágenes frecuentemente reprimidas. Travesías en el mar de la aventura que eran empujadas por el viento impetuoso de una juventud sin preocupaciones. El dinero era el capitán y el placer mi contramaestre. Incontables noches acompañado de mujeres que nunca conocí; amigos leales, cómplices incondicionales en orgías que Calígula nunca hubiera imaginado. Sexo a la carta, ese era el único menú que se servía en el restaurant de mi vida alocada.

Doblamos por Fremont Street, y son ahora los hostales de acero y cemento los que me saludan: El Desert, El Bonanza, El Moon. Mudos testigos a los que siempre acudimos, desdeñando las estrellas rutilantes de Las Vegas Boulevard; no por que fueran más discretos, sino porque siempre fue más fácil conseguir las hierbas y sustancias que encendían nuestros sentidos.

Pero no todo era así de sencillo, ¿Qué hay de los matrimonios exprés? ¡Maldición! ¡Debo ser uno de los hombres con más anillos tirados a la basura! Pretextos para llevar a las más recatadas a la cama, sólo eso y nada más. Medito en ello un momento y un efímero rastro de arrepentimiento cruza por mi mente mientras tomamos la Tropicana Avenue. -¡Qué va!-. Hoy daría lo que fuera por vivir ese tiempo una vez más.

Y sin embargo, nada es para siempre. La guerra se encargó de enseñarme eso y muchas cosas más. Los años entre el odio desmedido, se encargaron de domar el espíritu de aventura; pero tras mi regreso a casa, la necesidad de aplacar al monstruo resucitado me consume. Y esta noche, tras tanto tiempo, por fin espero encontrar la forma de ofrendar los tributos que Eros y Afrodita me exigen sin cesar.

El Mercedes se detiene frente a un local muy discreto en Palm Ave. No hay grandes marquesinas u otro distintivo, nada que susurre -¡Hey, amigo, estas en Las Vegas!-. En su lugar, la que es mi última esperanza, se disfraza de honorable negocio de tatuajes. Mis empleados lentamente me bajan del vehículo y susurran mi nombre por el interfono ubicado a un lado de la puerta de caoba. -¡Demasiado ostentosa!-, me digo a mi mismo.

Tras unos minutos de una conversación que no alcanzo a escuchar, una madam abre aquella fina puerta y nos da la bienvenida. Después de las presentaciones protocolarias, no le presto más atención, mis ojos se centran en el discreto pasillo por el que avanzamos, dejando atrás aquel lobby donde hermosas chicas atienden a curiosos clientes ávidos de decorar su cuerpo con tótems y simbolismos paganos. ¡Gracias a Dios nunca estuve lo suficientemente loco como para hacerme eso en la piel!

Metros más adelante, llegamos a una zona de privados y mientras la mujer abre la quinta puerta a la izquierda, yo reparo en la agradable música de fondo que como fuelle poderoso, alimenta el fuego que crece en mi interior.

Dentro de aquella acogedora habitación, las dos mujeres más hermosas que hubiera visto en mucho tiempo, me esperan recostadas sobre un enorme lecho con cobertor de terciopelo negro. Una sonrisa de aprobación en mi rostro se dibuja, y mis acompañantes salen al pasillo. Para ese momento, la promesa de una noche inolvidable me hace sentir como mi primera vez y notando la ansiedad en mi mirada, aquellas chicas se acercan para gentilmente llevarme a la cama de agua, que divertida, me arrulla con el vaivén armónico en su interior. Mis doncellas mientras tanto, inician lo que para mí es un ritual casi tántrico; una de ellas se despoja de su bata ligera y la otra se acerca hasta la mesita de servicio de donde toma una aplicador neumático para medicamentos. Curioso la miro, y notando mi inquietud, me dice que no tema; que aquello no es más que un medio al amor.

Confiando en lo que me dice, cierro los ojos y siento como el frío metal se aprieta contra mi cuello. Pasan segundos interminables durante los cuales, las manos suaves de mis amantes acarician más mi alma que la piel de mi cara. Luego, algo inesperado. Mi cerebro en un suspiro se inunda de un placer orgásmico al que yo ya no estaba acostumbrado y que hace que las lágrimas surquen mis mejillas. Mi espíritu se sacude una vez más y me abandono en un abrazo con mi vieja amiga, la muerte pequeña. Tanta es la euforia, tanta es la alegría que aún sin poder moverme, toda la habitación se llena de mi energía.

Poco a poco me relajo, una vez que aquel coctel de oxitocina y endorfinas termina su trabajo. No reparo en lo sucedido y sólo los rostros de satisfacción en aquellas dos musas me acompañan. Y con todo el esfuerzo del mundo, un “¡Gracias!” sale de mi boca que para nada es suficiente. Por que aquellas mujeres y su elixir mágico, han transportado al marino cuadrapléjico, incapaz de sentir algo, a un tiempo en el que el dinero era el capitán y el placer su contramaestre.