El Tiempo

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Tic

De niño recuerdo que pasaba mucho tiempo frente a la ventana de mi casa. Me gustaba sentir la brisa en la cara, justo después de levantarme; los rayos del sol resbalando lentamente hasta hacerme entrar en calor, el vértigo que apretaba mi estómago y que en alguna ocasión dejó caer su contenido por más de tres pisos; pero sobre todo, me fascinaba ver la frenética actividad de Don Jacinto, el vecino del edificio de enfrente.

Su rutina iniciaba temprano, y aunque a ciencia cierta nunca supe muy a bien en que trabajaba, la salida y el regreso a casa era muy puntual, tanto, que mi padre llegaba a decir en son de broma que cuando tuviera mi primer reloj, seguramente estaría siempre a tiempo con tan solo ajustarlo al arribo de aquel viejo a su morada.

Tac

Ya más mayorcito me hice su amigo. Y como casi todas las grandes amistades, empezó no de la mejor manera. Yo había iniciado mi carrera en la prensa escrita, como repartidor de periódicos, y el incidente con el malogrado cristal de su ventana mas cuidada, me introdujo en su mundo, en su muy particular y fascinante mundo.

Todo en su hogar hacía referencia a dos cosas: Doña Conchita, su mujer, y sus libros. ¡Dios me guarde! ¡Qué cantidad de libros! Los pasillos, la sala, y por supuesto el estudio, estaban tapizados por libros que a aquella edad me parecían miles. Tan abundantes eran, que caminar de una habitación a otra era un martirio. Física, química, matemáticas, biología, todas las ciencias habidas y por haber, y de las artes ni se diga. En aquella casa, la cocina y la recámara eran los únicos remansos para el cerebro de Don Jacinto que entre Doña Conchita, la lectura y el trabajo, apenas le quedaba tiempo para pensar en otra cosa.

De lo que hacía cuando trabajaba, yo seguía conociendo nada más que la hora de entrada y de salida.

-¡El puerco no mete el morro donde sabe que hay hormigas!- Era siempre su evasiva cuando lo acorralaban mis preguntas; así que me tuve que conformar con las historias de cómo conquistó a Doña Conchita y los relatos fantásticos de Asimov, que para aquella época me parecían lo máximo.

Tic

Ya de grande, tuve que abandonar mi incipiente carrera como periodista, Don Jacinto me empujo hacia otros horizontes. -¡Cabeza dura! ¡Me vale un cacahuate! ¡Allá tú si prefieres contar la historia en lugar de hacerla! -. Y así fue cómo a pesar de una larga tradición familiar, frustré los deseos de mi padre por tener un editor o reportero en casa. A partir de ese momento, la ciencia e ingeniería fue lo mío.

Durante el período de mis estudios de doctorado en Cambridge, me llegó hasta esos lugares la noticia del fallecimiento de Doña Conchita. Fueron aquellos los días más apremiantes para mí; los exámenes semestrales me obligaron a tan sólo hablar por teléfono con el viejo, que a pesar de todo, no perdió oportunidad de lanzarme una puya -¡Usted no se preocupe cabroncito! ¡Yo no voy a estar solo!-, esas fueron casi las últimas palabras que escuché de él. Después de una última llamada durante los funerales, se abandonó tanto en sí mismo, que fue prácticamente imposible volver a hablarle o localizarlo. Los días transcurrían interminables y a Don Jacinto parecía que se lo había tragado la tierra. Incluso durante mis breves vacaciones en las que aprovechaba para darme mis escapadas a México, mi amigo se las ingenió para esconderse de mí. Tanto era mi agradecimiento, que ni por un instante el desaire o el rencor se atrevieron a invadir mi alma.

Tac

Tres años transcurrieron y finalmente un frio día de otoño, el corazón me dio un vuelco por partida doble. Un escueto e-mail de su abogado, me hizo saber de su muerte, y como última broma cruel de Don Jacinto, de su exigencia para que estuviera presente en la lectura de su testamento. Inmediatamente me imaginé inmerso en rencillas interminables con sus familiares. Conociendo al anciano, sabía que era perfectamente capaz de dejarlos con un palmo de narices. Muchas veces me dijo que si por azares del destino terminaba yendo al cielo, se encargaría de hacerme la vida imposible aún estando allá. Con un pesar profundo en el alma, esa misma noche salí a México para sus funerales

Bip, bip, bip, bip

Hoy en la mañana me vi con al abogado para la lectura del testamento, y para mi tranquilidad, no hubo familiar alguno. Como muchas otras cosas, los parientes vivos de Don Jacinto resultaron ser puros inventos para su propia diversión; algo que en el fondo de mi corazón, siempre llegué a sospechar. Mi solitario encuentro con el licenciado sin embargo, no evitó que de cualquier forma la voluntad de aquel hombre me volviera a sorprender.

- Y en pleno uso de mis facultades, dejo todas mis posesiones y pertenencias a mi amigo Miguel Ángel Lara. - Ese fue su último deseo; y temeroso de parecer demasiado hipócrita, no me quedó más opción que fingir la humilde aceptación de aquellas palabras; aunque para mis adentros, yo seguía dedicándole los más groseros insultos, sabedor de que allá arriba, Don Jacinto se estaría riendo de lo lindo; y no era para menos, -¿Dónde voy a guardar semejante cantidad de libros?-, pensé todo ese rato.

Después del engorroso papeleo, acordamos la entrega de los bienes para la tarde del día siguiente, así que tuve todo el tiempo para concentrarme en las cosas que me había dejado aquel buen hombre. La casa y los libros eran lo más significativo, algunas pinturas, un dinero en el banco que no alcanzaba para liquidar los honorarios del abogado, un coche destartalado y para mi sorpresa, una finca de dos hectáreas a las afueras de la ciudad de la cual, nunca habló el Don. Era tanta mi curiosidad, que me pareció interesante iniciar el trámite con ese predio.

Tic

Temprano en la mañana yo ya estaba muy ansioso, y con la mayor paciencia de la que fui capaz, esperé a que llegara el abogado. Diez minutos antes de lo acordado, un Ford negro se estacionó a la entrada de nuestro edificio e inmediatamente bajé las escaleras mientras escuchaba palabras de aliento que me deseaban buena suerte. Un rápido vistazo hacia donde se encontraban mis padres y estuve listo para abrir la puerta. Un protocolario intercambio de saludos y en un santiamén me encontré circulando por las calles de mi pueblo.

Ya enfrente del enrejado que daba acceso al predio, mi acompañante me dio una pequeña caja forrada en terciopelo negro en la que había un par de llaves y un anillo de corona con un grabado en forma de reloj de arena; una de ellas abría la reja principal y la otra era para la puerta de aquel edificio que más bien parecía una nave industrial. Recuerdo haber observado por sobre mi hombro, como el abogado regresaba al auto a esperar que entrara yo solo, inmediatamente le agradecí con un gesto y me dispuse a entrar a la segunda morada de mi amigo.

Tac

El edificio era inmenso, tanto en superficie como en altura, y a excepción de una estructura de cemento ubicada al centro, carecía de mobiliario. Me detuve a un lado y cerré los ojos; era como estar en una caja de resonancia enorme. Del objeto se emitía un sonido sordo, seguramente de baja frecuencia porque hacía retumbar mi pecho. Extendí mi mano para tocarlo, y al hacerlo, el sonido inmediatamente cesó. -¿Qué demonios es todo esto Jacinto?- Pensé. Caminé alrededor y justo al lado contrario, había una puerta, también de concreto, con la chapa más extraña que hubiera visto jamás. Mi dedo pasó por la superficie rugosa interrumpida por aquel pequeño hoyo, y de golpe, recordé el anillo. Lo que apareció frente a mí, me dejó sin aliento.

Bip, bip, bip, bip

Todo ese concreto aislaba una enorme bobina que de inmediato me dio una explicación para el sonido que se escuchaba a mi llegada; electricidad y campos electromagnéticos, de eso se trataba. -¡Hijo de puta! ¡Esto debió costarte una fortuna!- Gritaba jalando mis cabellos. Al centro de la bobina, había una especie de cápsula hacia donde evidentemente convergían los campos magnéticos. Me le acerqué y la exploré lentamente en toda su superficie. Una vez más encontré un orificio en el que la corona del anillo se amoldaba perfectamente y una vez que lo introduje, retrocedí unos pasos. Cadenciosamente, aquella cápsula horizontal empezó a abrirse por su eje longitudinal, y al tiempo que la cubierta superior se elevaba, la ansiedad me consumía con cada bocanada de aire que jalaba. Temeroso, dudé unos largos segundos el acercarme para ver su interior. Las piernas me pesaba y las manos me sudaban copiosamente -¿Qué otra chingadera me has dejado Jacinto?-. Cuando finalmente atisbé por encima del borde acerado, caí de rodillas y comencé a llorar como un niño... Adentro, estaba el cadáver asombrosamente conservado de Doña Conchita.

Tic.Tac..Tic…Tac….Tic…..Tac……Tic……..Tac………Tic……….Tac

Hola Miguel

Nunca podré adivinar las emociones que te abruman en estos momentos, pero en todo caso, sabes que no quise causarte ningún inconveniente. Simplemente no pude encontrar a alguien más en quien confiar para dejarle esta tarea. Sé que pensarás que fui un egoísta al no decirte nada, pero como alguna vez te lo comenté, mis cosas siempre están plagadas de “hormigas”.

Un amigo muy cercano en Princeton, había estado trabajando con una nueva teoría acerca del tiempo, y pues como te habrás dado cuenta, fabricamos un juguetito para ver que tan acertada podría resultar. Mi buen amigo falleció dos años antes que Conchita, pero continué con el trabajo, perfeccionando algunas cosillas. Un año más y tenía todo listo; y para mi desgracia, tiempo después me llegaría la dolorosa oportunidad para ponerla a prueba. Si estás leyendo estas letras, sabrás entonces que nuestras conjeturas eran correctas. A pesar de su partida, Dios me bendijo con la compañía de Conchita por otros años más y eso algo que agradeceré por toda la eternidad.

Sólo me resta esperar que no tengas muchos problemas para lograr que mi viejita descanse junto conmigo.

Te quiere

Jacinto

P.D.

Toda la teoría y especificaciones están en mis notas, las podrás encontrar en el depósito del retrete.

Mientras dejo caer la carta sobre el par de ataúdes a mis pies, reflexiono sobre la última lección que me ha dejado Jacinto:

-El amor no es eterno, pero a veces hace que el tiempo corra más lento-

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