Monedas

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El velo brumoso que me abraza al abrir los ojos, me sorprende a más no poder. No recuerdo exactamente que hago aquí y ni siquiera cómo llegué, pero el paisaje tan tétrico que veo, inmediatamente fuerza mi cerebro a pensar que es una pesadilla, una como tantas desde hace dos años. La densa niebla deja a la imaginación el perfil del horizonte y sólo hay algunas lucecillas solitarias que me recuerdan las noches de bohemia en mi querido Parras, cuando las luciérnagas alternaban con las chispas de las fogatas.

-¡Maldición!- Murmuro mientras que, con los brazos cruzados, giro a ambos lados tratando de ver si hay alguien más. Me animo un poco y doy un paso a la derecha pero el miedo me detiene inmediatamente, luego otro a la izquierda y el típico sonido de mi pié pisando un lodazal me sobresalta. Me agacho un poco para tocar el suelo y unos pocos centímetros delante de la punta de mí pié, un agua helada muerde mis dedos, como en aquellas ocasiones en las que sacaba las cervezas de la hielera. El dolor me hace agitar los dedos y el impulso a meterlos en mi boca para calentarlos, se desvanece violentamente cuando me doy cuenta que no tengo idea en qué tipo de agua acaban de estar. Buscando otro refugio, introduzco mi mano en el bolsillo derecho del roído pantalón de mezclilla que no recuerdo haberme puesto, y mientras acurruco mi dolida mano, me doy cuenta que llevo conmigo lo que parecen ser dos monedas; ¡Si señor! Dos hermosas monedas que me recuerdan aquellas conmemorativas de los juegos del 68. Mientras jugueteo con ellas, sus agradables tintineos arrullan mis pensamientos.

-¿Dónde demonios estoy? –

Entorno mis ojos que ya se han acostumbrado a la oscuridad y sobre la orilla de lo que ahora descubro es un enorme rio negro, alcanzo a distinguir algo parecido a un pequeño muelle. Animado por la esperanza de poder salir de aquí, o de cuando menos saber qué lugar es éste, devuelvo aquellas monedas a mi bolsillo y me dirijo presuroso hacia ese punto. Avanzo con los brazos cruzados para protegerme de un frio al que no estoy acostumbrado porque definitivamente no suelo vestir de esta forma, -¡Dios, como extraño mi saco y las bufandas de lana!- Me digo a mi mismo.

Lentamente me acerco a la estructura, la leve iluminación que proporcionan unos viejos postes con candelabros, me recuerdan los tenebrosos barrios portuarios del Támesis en la Londres de Jack El Destripador. En cuanto mis pies pisan aquella estructura de madera, el crujido me estremece, pero el darme cuenta que al otro extremo de tan peculiar muelle un hermoso Malibú se mece mimosamente al compás de las olas, ahuyenta de mí cualquier pensamiento fatalista.

-¡Hey! ¿Hay alguien a bordo?- Grito hacia el interior de aquel bote reservado sólo para gente pudiente, y como nadie me contesta, me aventuro a subir a la cubierta acabada en una fina madera de caoba. El lujo es tanto, que instintivamente seco mis manos contra la ropa ya que no me atrevo a manchar tanta pulcritud. Mi mente vuela y me pregunto si mi carrera podría ser tan provechosa como para en algunos años, poseer una de estas bellezas.

Tan absorto estoy en mis propios sueños, que el - Hola Señor - a mis espaldas, retumba en mi cabeza como el claxon de un camión materialista. El susto me ha puesto la piel de gallina, y la sonrisa burlona en el rostro del hombre frente a mí, lo confirma.

- ¿En qué le puedo servir señor? – Me pregunta un viejo cadavérico enfundado en un elegante uniforme de capitán.

- Perdón señor, no me di cuenta que estaba aquí. Subí porque no…. –

- ¡Oh, no se preocupe señor! Estoy bastante acostumbrado. – Me interrumpe mientras se dirige al pequeño bar al otro extremo de la cabina. - ¿Gusta un trago? –

- No realmente. Gracias. – Le contesto mientras me doy cuenta de que en efecto no tengo sed ni hambre. – ¿Me preguntaba si podría decirme en dónde estoy? – Continúo lo más diplomáticamente que puedo.

- mmhh. Supongo que en Grecia. - Responde el anciano capitán rascándose la sien y mirando hacia arriba, como haciendo un esfuerzo por recordar.

- ¡¿Grecia?! ¡¿Grecia?! ¡¿Cómo diablos?!- Exclamo casi al punto del paroxismo mientras me tomo la cabeza. - ¿Qué voy a hacer? ¡Necesito ir al pueblo más cercano! ¡Buscar la forma de regresar a México! – Agrego con un subido tono de terror.

-¡Calma, calma, hijo! Yo te puedo llevar a la otra orilla; allá te pueden ayudar -. Sus manos en mis hombros, rápidamente bajan la ansiedad en mi cuerpo y me transporto al tiempo en que mi padre hacía lo mismo por mí.

- Precisamente me dedico a llevar gente, pero como comprenderás, tengo tarifa –, su tono calmado y el ademán de sus brazos, me hacen saber lo caro que es el mantenimiento del bote. – Ahora siéntate y bébete este tequila, te sentará bien – me dice mientras casi me arrastra el enorme sillón blanco a la entrada.

Por un instante miro al techo y recuerdo las monedas en mi pantalón. -¿Será suficiente esto?- Pregunto mientras le doy un enorme trago al vaso en mi mano.

-Sí, supongo que sí-, contesta el hombre con una sonrisa mientras se dirige cansadamente al acceso del puente con las monedas en su mano.

-¿A qué te dedicas ehhh…? Continúa mientras el ruido de los motores ahoga su voz.

-Eugenio señor-, contesto entendiendo la pausa en su pregunta. -Y soy político –

-¿Político? Vaya. Últimamente he llevado a muchos de Ustedes-

-¿De verdad, señor?- Le pregunto más tranquilo mientras lo veo acercarse con algo en su huesuda mano.

-Definitivamente-

-¡Carajo, he sido un grosero! Soy el Capitán Caronte y estás a punto de cruzar el rio Aqueronte- Me dice mientras me da aquel comprobante sin retorno que contemplo fijamente.

-¿Está seguro de que me ayudarán allá?- Le pregunto esperanzado antes de verlo retomar el mando del puente

-Seguro hijo, siempre lo hacen con todo mundo- Me contesta con una sonrisa sospechosa que nunca olvidaré.

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