La Serpiente de Fuego 10

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“Durante miles de años, la humanidad vivió justo como los animales. Entonces, algo pasó que desató el poder de nuestra imaginación. Aprendimos a hablar. Y aprendimos a escuchar. Hablar nos permitió la comunicación de ideas, permitiendo al ser humano empezar a trabajar unidos”.

Stephen Hawking

La amplitud de aquel lugar era sobrecogedora. Las altas paredes se elevaban con reflejos platinados que se duplicaban a sí mismos en el suelo de cristal cortado. No había ningún tipo de mobiliario y los diversos paneles de cuarzo ubicados hacia la periferia, eran los únicos acompañantes de lo que parecía ser una fuente de mármol hacia el centro de la habitación. Una sensación etérea dominaba el ambiente y la dulce melodía que cobijaba por completo aquella atmósfera, transportaba a un lugar, que para muchos, hubiera parecido ser el Olimpo.

El atronador rugido de puertas abriéndose, recorrió el edificio como un tsunami invisible; los ecos producidos, resaltaron la soledad de aquel lugar inmaculado; el paso acompasado de varios hombres, se oyó a lo lejos. Casi inmediatamente, el espacio al centro de del salón se llenó de una leve luminosidad… suave y llena de paz.

Un prisionero y sus cuatro escoltas entraron a la habitación. Con múltiples lesiones, su cuerpo era arrastrado en peso muerto, sujeto por las axilas y con el mentón pegado al pecho. Ceremoniosamente, avanzaron y se detuvieron a dos metros de la estructura central; abatido y ahora en hinojos, sintió como sus captores se movían ante sí para formar una línea con él al centro.

Tras una breve pausa, lo que minutos antes era una agradable luz elevándose de aquel altar, de improviso cobró una brillantez notoria, al mismo tiempo que notas graves, como entonadas por tubas de guerra, estremecieron el pecho de las cinco personas en aquella sala… Ha-Seykan apretó los dientes y se preparó para lo peor.

−¡Ha-Omet Ot! −gritaron a coro los cuatro escoltas, altos como torres, mientras en la columna brumosa que se elevaba al centro, se delineaban dos rostros sin facciones definidas. De nueva cuenta, las notas graves, ahora en una melodía ceremoniosa y agresiva, lastimaron los oídos de todos.

−¡Ha-Seykan! −se oyó una voz compuesta; como la de una mujer y un hombre hablando al mismo tiempo.

−Padre… −contestó con hastío.

−¡Mírate! ¡Tú… La Serpiente de Fuego! El más cercano, el más bello, el más sabio y sereno. ¿Eres tú?... ¡No te reconozco! Solo veo un despreciable rebelde, un traidor… ¡Un adversario! −siguió increpando aquella presencia dual.

Ha-Seykan apoyó sus manos sobre los muslos y echó la cabeza hacia atrás, tratando de tomar una bocanada grande de aire, como tratando de responder… sabía que todo sería inútil.

−¡Has sacrificado un tercio de tus Tronos! ¡Ha sido tu propio hermano quien ha debido detenerte! ¿Para qué toda esta destrucción? −preguntó Ha-Omet Ot en medio del total paroxismo.

Risas socarronas… resignadas. Esa fue la respuesta que obtuvo del ser arrodillado.

−¡Hipócrita! Todos ustedes son… −un resplandor cruzó el aire, era la enorme alabarda de uno de los guardias golpeando su maltrecho rostro−. Hipócritas –terminó Ha-Seykan.

−¡Insolente! ¡Responde mi pregunta! –continuó Ha-Omet Ot

−Eres tan soberbio que no lo entenderías –respondió Ha-Seykan mientras limpiaba sangre de su boca−. Tan dueño eres de todo allá arriba, que no te das cuenta de nada. ¡Son tan diferentes! ¡Son…!

−¡Calla! ¡¿Cómo te atreves?! ¿Quién eres tú para cuestionarme? ¿Quién eres para pretender ser como yo? –interrumpió Ha-Omet Ot entre ruidos estentóreos.

En el suelo, Ha-Seykan tan solo esbozó una sonrisa de satisfacción cuando la luminosidad se hizo demasiado intensa como para verla directamente.

−¡Maldito serás por cinco mil órbitas! ¡El árbol que haz sembrado jamás te dará sus frutos! ¡Y los hombres… ellos nunca comerán de Él! –remató la voz dual.

La luz era ya insoportable y todos ellos se cubrieron los ojos. Cientos de centellas inundaron el recinto y un rayo violeta se proyectó desde el techo.

−¡La verdad… la verdad nos hará libres! –fue lo último que alcanzó a susurrar Ha-Seykan mientras sus moléculas se disgregaban.

(94.0416), 18.0976 1700 A.C.

Dos jóvenes corren desaforados por entre los senderos de la selva espesa. Sus pies, casi desnudos, esquivan rocas y enredaderas, hábiles y confiados por las muchas veces que los han pisado. Ruegan por llegar a su aldea; quizás nadie les crea, pero lo que han presenciado los aterra.

Mientras trabajaban en la milpa, oteando de vez en vez el cielo vespertino, han visto lo inimaginable. El gemelo precioso ha descendido en un rayo luminoso y se ha perdido en las entrañas de la madre tierra. Ha bajado en medio del fuego, como las serpientes aladas, esas que eran dioses antiguos de los ancestros que vinieron del norte. Saben que la tierra está preñada… y temen al hijo que se ha procreado.

Confidencias

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El viento de otoño barre las hojas que se arrastran por el piso de la plaza principal del pueblo. Serpenteando entre los robles viejos, los caminos que invitan a recorrer aquella venerable alameda, son anfitriones de amigos y enamorados que buscan alguna de las bancas de herraje y granito para sentarse a platicar de una y mil cosas.

Una pareja camina en un abrazo muy acurrucado hacia uno de los asientos, ahí donde el ocaso ofrece su maravilloso espectáculo a los afortunados transeúntes que logran ocupar aquellas localidades de luneta. Los espera un hombre, perdido en la paz que inunda el lugar. Su rostro acerado, aún se ilumina por los últimos rayos de sol que sirven de guía a los pensamientos que van y vienen hacia un lugar recién reencontrado.

Ellos se sientan a su lado mientras les ofrece café de civeta, tal y como lo ha hecho desde hace tres meses. Pacientemente, toman un sorbo de la carísima bebida antes de cruzar palabra. Y platican... platican acerca de toda una vida.

Cinco años antes…

Jugueteo con la pluma entre mis dedos, nervioso y cabizbajo. Me pregunto si ha valido la pena. Al menos para Julen así parece. El ahora mi amigo, es un prisionero condenado a la pena máxima, uno de mis primeros clientes. Y lo que inició como una molestia, hoy es quizás mi mayor motivo... uno que no termino por comprender.

Aunque convencido de su inocencia, al igual que Julen sabía que demostrarla era poco menos que imposible. Quizá por eso al poco tiempo desistí de armar su defensa, empujado en parte por lo complejo del caso y otro tanto por su exultante terquedad para no hablar del mismo. En su lugar, nuestro tiempo descorría entre sus memorias y vivencias. Cada detalle me era contado, sus colores y emociones… -¡No soy poeta, carajo! Si te lo escribo, se perderá la esencia del momento. ¡Por eso te lo confío!-. Esa era su justificación para nuestras interminables charlas.

¿Sus motivos? Redención tal vez. La necesidad del que ve su destino final tan cerca, a veces obliga a revisar lo que hemos sido, con la esperanza de tener la certeza de que se es digno de cruzar la puerta. No se me ocurre otra cosa.

Llega el momento. A través del cristal lo veo entrar a la habitación donde la plancha lo espera. Mientras lo preparan, observo su rostro y en sus labios leo sus últimas palabras… -¡No olvides contarle!-. Sonrío, y con un ademán le hago saber que he entendido. Minutos después, una lágrima surca mi mejilla. Millones de partículas nanotecnológicas inundan su cerebro y selectivamente cortan sinapsis entre sus neuronas. Aquel hombre, poco a poco deja de ser Julen... mi amigo.

Hoy en la alameda…

–¿Qué hay de las mujeres?... Tú sabes, ¿Me enamoré alguna vez? –pregunta ansioso el que los esperaba.
–¿Sabes Julen? ¡Tendrás que ofrecerme algo más que un café de civeta si quieres saber sobre esas confidencias! –respondió el abogado a su amigo exconvicto.